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El umbral de las puertas se estremecía debido al sonido de las voces y todo el templo se llenó de humo. Entonces yo exclamé: «¡Pobre de mí! Ya me doy por muerto porque mis labios son impuros, vivo en medio de un pueblo de labios impuros y, sin embargo, he visto al Rey, al SEÑOR Todopoderoso». Entonces uno de los serafines voló hacia mí. Él tenía en su mano un carbón ardiente que había agarrado con unas tenazas de las brasas del altar.

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